No quiero ser un Conejillo de Indias
Jacqueline Robledo
INVESTIGACIÓN CLÍNICA


Al comenzar a hablar con alguien acerca de ser voluntario en un protocolo de investigación clínica, una de las primeras frases que vienen a la mente de la persona es: ¡No quiero ser un conejillo de indias! Pero, ¿qué significa esta frase realmente, y a qué se refiere?
Bueno, en inglés a este tipo de animalitos se les llama “guinea pigs”, pero ni son de Guinea, ni son parientes de los cerdos. En español, su nombre tiene más relación con la verdad (bueno, casi): no son conejillos, puesto que no tienen orejas largas, pero sí son roedores, y sí son “de Indias”, o sea, del nuevo continente, América, al que llamaron “las Indias Occidentales”, cuando recién fue colonizada, para distinguirla de las Indias Orientales (el país de la India y las naciones colindantes de Asia menor).
Los conejillos de indias, también llamados cobayos, cobayas, cuyos, y otros nombres locales, son del género Cavia, y son parientes de las chinchillas, aunque su pelaje no es muy solicitado. Pueden medir de 20 a 25 cm y pesar de 700 a 1200 g, hay de varios colores, y se alimentan principalmente de pasto. Son originarios de la región andina (Colombia, Perú, etc.) y se han usado por milenios como alimento, mascotas, en rituales religiosos, y más.
Desde principios del siglo XVII se empezaron a usar como animales de experimentación debido a que su organismo es muy parecido al de los humanos, biológicamente hablando. Fueron llevados a Europa y a América del Norte, donde los investigadores los vieron como un animal domesticado, fácil de cuidar, y con un metabolismo similar, que permite probar fármacos en ellos.
En el siglo XVIII, Antoine Lavoisier, utilizó un conejillo de indias en un calorímetro para demostrar que la respiración era una forma de combustión. Posteriormente, entre los años 1880 y 1890, Emil von Behring aisló la toxina diftérica y demostró sus efectos en los conejillos de indias, lo que le valió el Premio Nobel de Medicina. Corwin Hinshaw y William Feldman tomaron en 1943 muestras de la estreptomicina recién descubierta, y curaron de tuberculosis a cuatro cobayos infectados. En la década de 1940, John Cade probó sales de litio en cobayos, en la búsqueda de productos farmacéuticos con propiedades anticonvulsivas.
En décadas más recientes, los cobayos se empezaron a reemplazar por animales como las ratas y los ratones, que son de menor tamaño, y presentan otras ventajas para la experimentación, pero el término “conejillo de indias” ya se había arraigado en la población como el animal modelo por excelencia para experimentar con él.
Sin embargo, actualmente, todavía se tiene la creencia de que se va a experimentar “a ciegas”, dando el fármaco en cuestión al animal, sin tener en cuenta su seguridad, y sin importar si le va a causar un daño, o si se muere o no; en pocas palabras, se cree que los investigadores dirían: “vamos a dárselo y a ver qué pasa”. Y tal vez alguna vez sí fue así, pero en la actualidad, hay que probar primero en otro tipo de modelos, ya sea por computadora, en líneas celulares, o en órganos, antes de pasar a la fase de experimentación animal, donde siempre se tiene en cuenta el bienestar de los animalitos, y causar el menor sufrimiento posible, o ninguno, para poder tener datos que luego sirvan para probarlo en humanos.
Pero pónganse a pensar: ¿quién le querría hacer daño a un roedor tan tierno, con esa carita tan bonita? Por eso, existen comités que velan por la seguridad y trato ético de los animales de experimentación como los cobayos.
Así, que, cuando se buscan voluntarios para un ensayo clínico, no es para que sean “conejillos de indias”, sino para que el medicamento en cuestión, que ya ha pasado por muchas fases para determinar su seguridad y beneficios, pueda ser probado en humanos y alcanzar su fin último: curar una enfermedad, prevenirla o tratarla, y dar una mejor calidad de vida a las personas.
En ese caso, yo diría que sí, estaría orgullosa de ser “un conejillo de indias”. ¿Y ustedes, qué opinan?